¿Cuan cercana se volvieron las supuestas “distrofias que propone la serie? ¿Podemos sostener estas visiones oscuras de la realidad o necesitamos burbujas tecno-optimistas?
Ya nos hemos habituado a que Black Mirror, la serie creada por Charlie Brooker que explora los costados siniestros de la tecnología, nos ofrezca escenarios que de alguna manera se sienten próximos, como si los avances en materia de software o plataformas pudieran desembocar en tragedias si los corremos apenas un poco de sus usos actuales.
Digo que nos hemos habituado porque, con el correr de las temporadas, hay golpes de efecto que inevitablemente se van perdiendo, y no sólo por su repetición en aspectos narrativos: de 2020 a esta parte, la realidad también ha puesto lo suyo para que, frente a determinadas situaciones, nos lleve a pensar que algún capítulo de Black Mirror se parece más a un documental que a una pieza de ficción.
Pero si entendemos lo siniestro como lo hacía Freud -algo familiar que se ha vuelto extraño e inquietante-, entonces una parte de ese corrimiento incómodo todavía respira en las historias más recientes de la serie. Es el caso de Common People, el primer episodio de la séptima temporada, al que muchos le adjudican una suerte de vuelta a las bases, a una calidad que se había perdido en las últimas temporadas. Boutades aparte, refleja una historia dura pero interesante para profundizar.
Common People
Amanda y Mike son una pareja de clase media sin hijos, pero en busca de ampliar la familia. Ella es docente de nivel inicial en una escuela y él trabaja en una metalúrgica; se divierten juntos y viven en una linda casa. Sus dificultades para lograr el embarazo es, al inicio, lo único que los tiene un poco preocupados.
Un día, mientras está dando clases, Amanda sufre un ACV que la deja en coma. Cuando Mike llega a la clínica, la doctora le informa que Amanda tiene un tumor cerebral y que es improbable que vuelva a despertar. Frente a la desesperación del marido, que no puede asimilar la pérdida, la médica le comenta que hay un tratamiento nuevo y experimental que podría aplicarse en su caso.
Acá entra en juego un gancho clásico de Black Mirror (y también los spoilers, están advertidos): Mike recibe la visita en la clínica de una representante de Rivermind, una nueva startup diseñada para ayudar a gente como Amanda. Consiste en una intervención quirúrgica en la que descargarán en una computadora la parte afectada de su cerebro, luego la eliminarán de su cuerpo y, en su lugar, aplicarán un tejido sintético que recibirá una señal de la conciencia desde los servidores de la empresa.
La operación es gratuita, le dice la representante, sólo hay que pagar los 300 dólares mensuales para estar suscriptos a Rivermind. También le comenta que, una vez que se recupere, Amanda deberá dormir más horas de las habituales (para no sobrecargar los servidores), y que no debería salirse del área de cobertura porque la señal dejará de funcionar, igual que ocurre con los teléfonos móviles.
La operación es exitosa y Amanda recupera la conciencia. Al comienzo todo va bien, Mike hace horas extra en la fábrica para afrontar los costos de la suscripción, pero un día él, así como también otras personas vinculadas con ella, comienzan a notar algo raro: cuando escucha algún comentario, Amanda pronuncia anuncios publicitarios vinculados al tema de conversación. Ella no lo nota, pero su entorno sí.
Cuando van a las oficinas de Rivermind a reclamar, la hasta entonces empática Gaynor, representante de la empresa, revela el verdadero negocio de la startup: si quieren el servicio sin publicidad, tienen que pasarse al modelo PLUS, que obviamente es más costoso.
Mike trabaja todo lo físicamente posible, pero aun así no alcanza a cubrir los gastos. Recuerda entonces una plataforma online que le mostró un compañero de la fábrica: consiste en personas que se filman a sí mismas haciendo cosas abyectas a pedido de usuarios, que premian con algunos dólares las hazañas más indignas. Decide probarla usando una máscara que oculta su identidad, un humillante side hustle que sin embargo los ayuda a costear la suscripción a Rivermind.
Pero eso tampoco alcanza. La empresa suma modelos superiores y eso aumenta el precio de las suscripciones. Para gente como ellos, common people, hay gift cards que ofrecen las suscripciones más altas durante apenas unas horas, como un paliativo momentáneo al infierno diario de tener Rivermind para una persona de clase media. En definitiva, la pareja es cautiva de la aplicación.
No voy a detenerme en el final del episodio, porque con lo expuesto alcanza para advertir los mensajes de alerta, esas capas que van exponiéndose hasta amplificar la angustia a un grado que cuesta tolerar. La trama funciona a raíz de ese mecanismo, porque al ver Common People uno siente, como ocurre con otros episodios de la serie, que es algo que podría ocurrir, que es un escenario posible si los incentivos económicos ganan la pulseada y transmiten su propia idea de sentido común, una visión del mundo que viene cobrando mucha fuerza en los últimos tiempos (“desregulación” o “libre mercado” son sólo algunas de sus muchas caras).
Common People es, desde ya, una crítica al sistema de salud privado y al sometimiento de aranceles abusivos que padecen sus afiliados. Como una mamushka, dentro de eso suma una crítica a la industria farmacológica, por la dependencia que generan los tratamientos y los fármacos: cuando Gaynor sube la “indiferencia” en la app luego de su discusión con la pareja, es difícil no vincular ese gesto con el efecto de los antidepresivos.
Si nos movemos al otro aspecto de la trama, Common People se burla de la publicidad programática, que fue el punto de inicio para el capítulo: según reconoció Charlie Brooker en una entrevista, la idea original era hacer algo cómico a partir de alguien que tuviera que decir publicidades constantemente para mantenerse vivo.
Podría haber funcionado si el enfoque era distinto. Es cierto que hay algo gracioso en una publicidad descontextualizada, como un conductor de noticieros que promociona una pomada contra los hemorroides, o un creador de contenido que maneja los canjes con sutileza. Siempre me acuerdo de este fragmento de la entrevista de Gerard Romero a Luis Suárez en Twitch, cuando el conductor nota que le llegó una suscripción y, en agradecimiento, comienza a hacer un haka frente a la mirada confundida del futbolista uruguayo.
Pero a medida que la idea avanzaba, Brooker y su equipo notaron que la sombra del malestar se hacía demasiado grande y no quedaba más remedio que contarlo en clave de drama, porque a medida que Rivermind se enshittifica también se reducen las formas de la supervivencia. Y ahí es difícil encontrar la gracia.
También es, por supuesto, una crítica a la gig economy, esa promesa del capitalismo digital que derrama su ganancia en un porcentaje mínimo de usuarios. La gran mayoría, como le ocurre a Mike, queda atrapada en un loop deshumanizante, atendiendo a los mandatos de un algoritmo que obliga a seguir los trends del momento a cambio de likes o algunas monedas.
Y en este punto tenemos que hablar con mesura, pero también con propiedad: todos sabemos que no es lo mismo arrancarse un diente frente a una webcam que escribir una canción para viralizarse en TikTok, pero comparten el principio, que es dejarse llevar por lo que funciona para no quedar relegados: el deseo personal eclipsado por la tiranía de una cultura algoritmizada, un sistema que seduce en los papeles pero en la práctica te guía por sus caprichos.
A esta altura, Black Mirror padece lo que podríamos denominar el Efecto Simpsons: es difícil valorar los nuevos capítulos porque, al igual que ocurre con las primeras temporadas de la familia animada, quedamos fascinados con esos episodios iniciales y sentimos que los más recientes no tienen la misma calidad.
Hay mucho de cierto en esto (las temporadas 5 y 6 son bastante flojas), pero no es sólo por falta de ideas de sus productores y guionistas: adictos al bingwatch de cada lanzamiento, nosotros como espectadores nos hemos acostumbrado a sus efectos, y la realidad post pandemia también nos ha sedado en varias cosas, muchas relacionadas con los temas que históricamente abordó la serie.
El lente con el que la serie altera la visión del mundo, ese corrimiento que mencionaba al principio, es el que muchas veces hace funcionar (o no) sus historias. Porque no entendemos Black Mirror como una representación de la realidad, sino como una forma de desmesura, una ecualización exagerada de la música que está sonando de fondo en estos tiempos.
A partir de esto me surge la siguiente pregunta: ¿cómo se podría ver Common People descontextualizado? Quiero decir, como si fuera una pieza independiente, fuera del plano Black Mirror, dejando de lado esa mirada sobre la tecnología que ya es la marca de agua de la serie. No tengo una respuesta. Pero me arriesgo a decir que la angustia que proyectan Amanda y Mike sería todavía más profunda, porque ese espectador imaginario, liberado del contexto que condiciona su resignación, hoy estaría más despierto que muchos de nosotros.